domingo, 27 de mayo de 2007

Strange days have found us...

Se me haría complicado hablarte de la muda desesperación en que vivimos, de la violencia de la alienación, de lo irrelevantes que son nuestras vidas. Por lo demás, si tenés más de dieciocho años probablemente ya sepas de que hablo.

En definitiva, esto no es una historia en el sentido más tradicional del término: tiene visos de confesión, de ensayo, de guión teatral, de advertencia en letra chica de caja de medicamentos.

A ver, hablemos antes de empezar del amor, esa daga oxidada que te ciñe la carne de vez en cuando sin preguntarte si estás dispuesto o no. No tengas recato en quién toca tu cuerpo, por lo general esto no suele dejar consecuencias duraderas. Pero extremo cuidado con quién toca tu corazón: no hay forma de revertir el proceso.

A

Puta radiante, inmaculada, al lado de la barra, vaso brillante en la mano, la pajita seductora tan tiesa como vos. Los ojos de gata, el suave desdén con el que llena los jeans y la remera. Estás perdido.

La querés para revolcarla en una cama, para que sus botas refuljan en tu piso con el sol de la mañana. Fantástico, adelante. Supongamos que te la cojes, que algún milagro inesperado de los que abundan trastorna su juicio crítico y acepta dejar el lugar en el que la viste por primera vez con vos.

Cuidado con eso, porque el reloj no perdona, y mañana por la mañana la magia negra del aire hermano de la luna los va a abandonar. El futuro, qué carga más pesada.

Ya encontramos un dilema, las asfixiantes pasiones de la carne versus la realidad pringosa de las primeras horas de la tarde. Su ropa ya no tiene un encanto propio, sus gestos se han vuelto un poco más adustos, las palabras que la noche anterior te abrieron sus piernas parecen la arcilla de la que se moldean las novelas baratas y las declaraciones de ingresos.

Ella se va. Bienvenido al negro y denso laberinto del después.

B

La calle, ese lugar maravilloso en el que habitan los carteristas y otras bestias mitológicas. Los bancos de plaza condenados al suplicio eterno de soportar a viejas llenas de bolsas, familias y estudiantes vestidos de negro fumando en las horas muertas de la noche.

Y las luces, qué contar de las luces. Ángeles de electricidad estanca, soles de cera en miniatura, los ojos de la ciudad, los heraldos de las guerras que libramos en sus arterias. Entre ellas los edificios atiborrados de hormonas, cargando pretenciosos contra el cielo displicente, tratando de rasgarlo.

Todo va a morir, a explotar, resquebrajarse, pudrirse, y el universo lo sabe pero no lo dice. Tiene tanto miedo como nosotros de su fin inevitable, no soporta ser irrelevante en el tramado de la nada poderosa, infinita, que nos ahoga y atenaza.